D.E.P



Mi padre estaba muerto. Yacía junto a mí sobre su lecho de eternidad. Parecía dormido, como en los recuerdos de lejanas noches de verano pasadas en la infancia. Pero ahora su semblante estaba cubierto por un frío halo de palidez y sus manos cruzadas sobre un pecho inerte que había olvidado su pulso vital. No siempre resulta fácil asimilar los fenómenos que llegan ocultos bajo la irreal impresión de cotidianidad inmutable donde creemos existir. Orden lógico es que el hijo vele el cuerpo del padre, ambos en silencio, mutua obediencia de la ley que no puede ser ignorada ni transgredida en forma alguna. Su rostro severo, ausente de piedad por sí mismo, admirable en su serenidad, frente a la triste mirada de su hijo ante la despedida que nunca termina en la memoria de los vivos, que deviene en reencuentro con el paso de los años.

Contemplé al hombre que me había dado la vida, sintiendo que una parte de mí había muerto, y algo de él seguía viviendo en mi interior. Sentí que así hubiera sido yo de haber vivido en su tiempo, y que las arrugas de mi rostro estarían ahora en el suyo si hubiese conocido aquello que mi experiencia alcanzó en sensibilidad y razón.